Unidad Básica
El historiador Eric Hobsbawn afirmó célebremente que el siglo XX comenzó en 1917 con la revolución bolchevique y concluyó en 1989 con la caída del Muro. Lo que vino después, ¿qué nombre tiene? ¿Debemos llamar “siglo XXI” a la hegemonía estadounidense amenazada por el avance chino, a las experiencias populistas de izquierda o derecha, a la rampante dictadura del capital financiero?
En 1999, el filósofo Alain Badiou escribió: “para nosotros, filósofos, la cuestión no es qué pasó en el siglo, sino qué se pensó”. Y según él, lo que se pensó en el siglo XX fue la pasión de lo real –la vocación de llevar a la práctica, a la realidad efectiva, todo lo que en el siglo XIX había sido propuesta, especulación, imaginación (de ahí las revoluciones, las guerras y las vanguardias: era perentorio crear la vida nueva, el hombre nuevo, sin importar los costos).
Digamos que, para existir, un siglo tiene que tener una idea. No basta con hechos. ¿Y tenemos ahora una idea? Declarar la necesidad de “imaginar alternativas” al capitalismo financiero se convirtió en un lugar común de la política y de los sectores intelectuales. La pandemia de coronavirus ha generalizado la impresión de que es preciso pensar un nuevo mundo. Pero un nuevo mundo supone un nuevo pensamiento, que tendría que empezar por diferenciarse con nitidez del viejo pensamiento.
De manera que nuestra primera pregunta será: ¿qué es lo viejo hoy en política? Decir que es “el marxismo ortodoxo” sería de una comodidad inaceptable. La crítica y deconstrucción del marxismo ya lleva medio siglo de existencia en la filosofía. Tal vez debamos cometer una primera osadía y proponer que lo viejo “hoy” más bien es el posmarxismo, el posestructuralismo de izquierda o, para decirlo todo, su mejor conclusión: el populismo.
Como sabemos, el prestigio populista creció porque esta teoría supo reemplazar en varios aspectos a la doctrina marxista clásica, poco después de que las ruinas del socialismo real comenzaran a poblar los museos de Occidente. Tuvo, además, una excelente sincronía con el ascenso de los movimientos populares latinoamericanos.
Pero siempre estuvo claro para Laclau que el populismo no indicaba por sí mismo un horizonte más allá del capitalismo. Más bien habría que reconocer que dicha teoría da por sentado el marco hegemónico del capital. La confrontación de “los de abajo versus los de arriba” suministra una formulación útil y persuasiva en términos de lucha política concreta, pero resulta poco idónea para el largo plazo. Como han notado muchos críticos, se presta a tergiversaciones y desviaciones. ¿No hizo Trump su campaña luchando contra las supuestas élites progresistas de Wall Street?
Pero el auténtico déficit de la teoría del populismo estriba en que, como constituye una táctica de acumulación política sin programa político de fondo, no puede ofrecer una imagen del futuro. No hay ninguna indicación en la teoría populista de lo que sería la sociedad emancipada. El populismo crea un pueblo en cuanto articula demandas sociales. Pero esto no resulta descriptivo, y suena a poco.
¿Cuáles son concretamente estas demandas? La teoría populista no lo dice. O más bien da a entender esto: que pueden ser cualquiera. En principio, ninguna demanda está per se inhabilitada para formar parte de la cadena de equivalencias que, según La razón populista, forma a un pueblo. Pero salta a la vista que ser cualquiera no es ser un programa de transformación profunda; más bien equivale a la ausencia de este programa, que habrá que buscar en otro lado…
Dicho mal y pronto: como una vez caído el marxismo no sabemos realmente qué queremos, nos dedicamos a ver “qué quiere la gente” y hacemos política a la carta. Ajustemos la formulación: el protagonismo teórico de la “articulación de demandas” oculta la triste evidencia de que carecemos de programa. Lo que no hemos pensado como militantes –cuál es el objetivo de nuestra política produce directamente la reificación de “lo que quiere la gente”.
En otros tiempos esto se llamaba hacer seguidismo; en todo caso es perceptible que, como no hay programa, el objetivo de la praxis ya no puede ser la transformación, sino sólo la reforma: la política consiste así en responder a las demandas, no en transformarlas.
La ecuación o la sinonimia en juego podría resumirse así: carencia de programa = enaltecimiento de las “demandas” = reformismo = aceptación teórica del triunfo capitalista.
Diremos “aceptación teórica del triunfo capitalista” porque en realidad todo el problema radica ahí. Que el capitalismo se mantenga victorioso en el mundo es un hecho indiscutible, pero sólo un hecho. No hay por qué sostener la derrota en el plano de la teoría. En este nivel es que debemos comenzar a rechazar el reformismo: puede que de momento no podamos ir más allá de él en la práctica, pero nada impide que ya mismo seamos totalmente radicalizados en la teoría. Que ante la devastación neoliberal sea preciso llevar adelante “políticas de cuidado” con presencia del Estado de ninguna manera implica que nuestro marco conceptual también deba quedar a la defensiva.
Aclaremos algo: no caben dudas de que incluso el reformismo más tenue puede requerir de luchas heroicas. Nada resultaría más insípido que criticar, desde la seudo-izquierda autodenominada marxista o trotskista o autonomista, los valiosos avances de las luchas populares latinoamericanas de este siglo, en nombre de una Revolución que en sus panfletos no es más que letra muerta. Pero tampoco parece forzoso conformarse con la cortedad teórica de los objetivos populistas. Más distribución del ingreso, más derechos… Está bien, pero digámoslo: no es totalmente emocionante. ¿Habrá que retomar el poder en Brasil para hacer lo que ya hizo Lula? ¿Evo deberá volver a Bolivia para rearmar lo que desarmó Añez? ¿Alberto Fernández deberá limitarse a restaurar lo que Macri echó a perder?
Parece claro que si no extendemos el horizonte de lo que queremos, de nuestros propósitos, la política podría comenzar a carecer de interés, lo que daría mucha fuerza al capitalismo y nos debilitaría más a nosotros. Notemos que el neoliberalismo, por su parte, no deja de inventar e improvisar. Se siente a gusto con nuestra falta de pretensiones. Hay que recordar que el Estado de Bienestar fue la concesión del capital a los trabajadores para evitar el avance del comunismo. No se llegó directamente al Estado de Bienestar: hubo que pasar por el miedo capitalista. Pero si no tenemos teoría, nunca daremos miedo.
Citemos tres versos del poeta peronista Leónidas Lamborghini: “COMPRENDE / QUE ES IMPORTANTE / QUE TE TEMAN!”. Tal vez haya una lección en estas palabras.
Lacan tituló uno de sus seminarios con una expresión que deberíamos poner al lado de la de Lamborghini: “los no-incautos yerran”. ¿No estamos equivocándonos en política hace ya mucho tiempo por un exceso de cautela? Quizás haya que considerar que el peor peligro está en la precaución, y no en el arrojo; quizá sirva recordar, con Hegel, que el miedo al error es el error mismo.
Si lo que estamos viviendo no podría ser llamado sin más “la era del capitalismo triunfante”, entonces ya no hay razones históricas para acotar el alcance de nuestras utopías. En otras palabras: faltando por completo la evidencia del éxito capitalista en la gestión social, parece claro que tenemos la chance de pensar todo de nuevo. La teoría del populismo se queda corta. Podemos ir muchísimo más lejos. Deberíamos hacerlo, porque somos militantes y para algo estamos: para aprovechar la oportunidad.
Necesidad de una subversión teórica del siglo.
Naturalmente, no podemos volver al viejo marxismo como si nada. Eso no le daría miedo a nadie. Eso no sería ser, como pedía Lacan, incautos. La deconstrucción ha operado una crítica de todos los supuestos metafísicos de la teoría marxista y no tiene sentido volver atrás. La nueva teoría no puede caer en lo que se ha motejado como “esencialismos” (de clase, de género, identitarios o culturales). Y a la vez, tiene que poder formular objetivos utópicos grandes, importantes, movilizantes, temerarios. De esos que posestructuralistas como Lyotard o Bauman habían decretado imposibles, o inactuales.
Para calibrar la dificultad, pongámosla en estos términos. Debemos mantener el “antiesencialismo” de la teoría posestructuralista del populismo (vale decir, la negativa a considerar que el sujeto emancipatorio es una “sustancia” o esencia que preexiste a la lucha política misma) y a la vez el osado carácter revolucionario del marxismo (el hecho de que propone una alternativa concreta al capitalismo). ¿Es posible concebir una teoría así para el siglo que comienza?
Demos un salto de fe y propongamos: de existir, ella sería la teoría de la militancia. Su programa no consiste tan sólo en la socialización de la riqueza (como en el ideal comunista) ni en la satisfacción de demandas (como en la promesa populista) sino principalmente que todos y cada uno se conviertan en militantes. Lo más elevado, lo más espiritual, no es un mundo sin demandas por satisfacer, sino un mundo donde todos asumen la responsabilidad absoluta por la vida en común. Es, hablando con precisión, una vida no-individual donde ya no puedo distinguir entre “mis” asuntos y los de otro, de manera que se cumple políticamente la sentencia de Rimbaud: yo es otro, y asimismo la de Cristina: la patria es el otro. Hacerme cargo de lo otro como si fuese mío, precisamente porque yo es otro, tal es la utopía perfectamente “anti-esencialista” que podemos comenzar a formularnos. No tiene mayor interés que la militancia se ocupe de resolverle los problemas al pueblo o a la clase, sea mediante un orden socialista eficaz, un capitalismo de rostro humano o el sistema que se prefiera. Lo interesante, lo propio del nuevo siglo, sería más bien que la militancia haga del pueblo un militante. No alguien que demanda, sino alguien que se hace cargo de sus asuntos y sobre todo de los asuntos de otros. Quizá lo que anhelamos no es alcanzar un “nuevo orden” donde todo funcione mágicamente bien (gracias a una eficiente burocracia anónima), sino una organización permanente donde cada quien responda por problemas que no son solamente “los suyos”. Quizá no buscamos un nuevo paternalismo que resuelva las dificultades dejando en la sana ignorancia al pueblo sobre la trastienda de las decisiones; quizá buscamos que todos sean militantes capaces de asumir responsabilidades comunitarias y de transmitirlas a su vez. No se trata de sacrificarse por otro, se trata de lograr en mí (que es otro) la responsabilidad. La utopía de la militancia es la responsabilidad por la responsabilidad del otro.
Hay que terminar también con la lógica de la representación, en la que marxismo y populismo finalmente coincidían.
Repasemos este problema rápidamente: en la teoría marxista (al menos en su versión ortodoxa), el partido representa a la clase.|Se legitima invocándola y se da por supuesto que ella, siendo una|sustancia identificable en el campo social, tiene determinados “intereses” que le serían “propios” y que no estaría pudiendo alcanzar por sí misma. De ahí la necesidad de un representante idóneo. Pero la deconstrucción ya ha terminado con semejantes antiguallas. No hay tal cosa como una clase que tendría “sus propios intereses” y que debiera ser representada para realizarlos.
Y no solo porque el mundo del trabajo ha mutado hasta tornar irreconocible al célebre proletariado invocado por Marx y Engels; más genéricamente, sucede que la misma existencia de algo como un sujeto pre-político (la clase obrera) constituye un prejuicio inaceptable en la era de la deconstrucción, donde toda entidad sólo adquiere identidad de manera relacional y política.
Ahora bien, y aceptando estas razones, acá surge un interrogante sensato: ¿cómo hacer política, si no hay ya a quien representar? ¿Qué es hacer política si descartamos la idea de que haya un Sujeto que puje románticamente por expresarse?
La ingeniosa solución de Laclau consiste en decir: es cierto, no hay un sujeto que esté dado como algo existente por sí mismo, como una sustancia… pero lo que se puede hacer es construirlo (mediante la articulación de demandas insatisfechas). Esto es precisamente el pueblo: una construcción política. La consecuencia será que el líder populista representa a un sujeto que no preexiste a la representación, sino que “ontológicamente” es producido por ella. Hay buenas noticias, entonces: se puede hacer política sin el prejuicio metafísico de que representamos a una sustancia –lo que representamos es, más bien, una construcción retórica que nace mediante el mismo movimiento en que es representada…
Pese a la elegancia del procedimiento de Laclau, queda claro que la lógica prevaleciente sigue siendo la representación. Y el problema con ella no es que nos haga perder la fuerza mística de la auto-presencia del sujeto (lo que sería una presuposición metafísica que, luego de Derrida, resulta inaceptable). El problema no es el que atormentaba a Rousseau: que el representante pueda traicionar al representado. No, la cuestión presenta un inconveniente muy distinto: la representación salva la Inocencia del sujeto y, por ende, lo despolitiza. El sujeto representado (la clase obrera, el pueblo, los indígenas o quien fuere) siempre podrá eximirse de las consecuencias negativas de la representación. Siempre podrá decir: “yo no quería esto; mis representantes me fallaron”. Podrá, en consecuencia, no hacerse cargo de los costos de la representación.
La razón es muy simple: el representado no hace política (si la hiciese, sería representante de sí mismo, lo que torna superfluo al concepto). La política ha de ser delegada en el representante y el representado, invocando la alienación de la voluntad, se mantendrá a-político. Y este resultado debe calificarse de fastidioso y triste. El pueblo no hace política. Es Inocente. Siempre que haya representación política, el representado será inocente y limpio, y el representante será culpable y sucio. La sabiduría cualunque según la cual “la política es sucia” expresa una consecuencia inevitable de la representación. ¿Por qué? Porque representar es estar en lugar de otro; no ser el “auténtico”, u original, sino ser otro; por ende, ser impuro, engañar, ser sucio.
Por eso la militancia ofrece otro modelo de acción política: si el partido es representación de otro, la militancia consiste en la presentación del otro. La militancia no busca representar al pueblo, busca la presentación del pueblo. No acepta ninguna delegación. Su acción es la convocatoria, la sumatoria, el encuadramiento, la organización. Ahora bien: cuando el pueblo se presenta, está haciendo política, vale decir, está procediendo como militante. Cuando el pueblo toma la acción en sus manos ya no es “pueblo” en el sentido populista (articulación de demandas insatisfechas). Deviene militancia: las demandas caen en él mismo, la política la hace él, el éxito o el fracaso deja de ser delegable, la Inocencia se hunde y emerge la responsabilidad absoluta.
Acá encontramos un primer rastro de la subversión teórica: la militancia no está al servicio del pueblo, sino al servicio de convertir al pueblo en militante. Un militante es lo que representa al sujeto para otro militante. O sea: la militancia consiste en la producción de sí misma. Y esta producción no es solamente muy valiosa en aras de aunar fuerzas contra el enemigo. Es, de por sí, el objetivo utópico más elevado que se podría imaginar: que todos y todas, cada uno y cada una sean militantes. Que dejen la mera Inocencia de ser representados mejor o peor, y que se presenten. Que asuman la responsabilidad por asuntos que no son directamente los “suyos”. Que no vivan como individuos sustanciales: que vivan la vida no-individual. No se trata ya –como lo fue, comprensiblemente, para Marx– de admirar el progreso ilimitado de la técnica liberada de las estrecheces burguesas o de vivir sin trabajar. Lo más espiritual no sería una humanidad con los problemas resueltos para siempre (¿qué puede significar eso?), sino una humanidad absolutamente responsable; cada vez más política, cada vez más politizada. Y lo absoluto de la responsabilidad es: responder por lo otro, por lo que no es mi asunto, por lo que no decidí yo, más allá de la inocencia y la culpa.
¿No tenemos acá algo significativamente más digno que la vida que oferta el capitalismo tardío? Digamos sucintamente que la vida actual, la vida sin causas, la vida normal del neoliberalismo, es horrible. Mark Fisher la caratuló como “hedonismo depresivo”. Es un individualismo de la impotencia navegando sin rumbo por servidores de internet, que no deja de encontrarse siempre a sí mismo en la asfixiante intimidad de su monoambiente yoico. Es la claustrofobia neoliberal de tenerse a sí mismo por único fin y por único medio. Y, ciertamente, la militancia ofrece algo mejor que este sedentarismo psíquico estilo Black Mirror, donde las redes “sociales” son en verdad redes narcisistas –donde yo, por ser nada más que yo, soy este ser finito, restringido, llamado a morir y nada más… Para decirlo con términos filosóficos, la existencia del individuo neoliberal es mera finitud: yo soy este cuerpo finito, delimitado, con el que experimento placeres hedonistas y con el que necesariamente me deprimo, ya que deprimirse es no poder salir de mí, no poder salir de casa o de la cama, no poder exponerme, no hacer la experiencia de lo otro. En cambio, y muy por el contrario, la vida no-individual o del otro es (por no ser mía) infinita.
Puede ser útil remitirse al último apartado de Lógicas de los mundos, “Qué es vivir”, donde Badiou distingue sin más entre la vida y la existencia. Existir es el mero tener-lugar (lo que se puede traducir como hedonismo depresivo), pero vivir es incorporarse al proceso de una verdad infinita. “No basta con identificar una huella [del acontecimiento]. Hay que incorporarse a lo que ella autoriza como consecuencias. La vida es creación de un presente, pero esta vida es, como lo es para Descartes el mundo con respecto a Dios, creación continua”. Subrayemos esta creación continua porque ella nos muestra la infinitud o eternidad de la vida: ella está siendo creada cada vez, y constantemente, en la producción de las consecuencias de la huella acontecimiental…
Unas líneas más adelante, Badiou cita la famosa frase de Spinoza: “Sentimos y experimentamos que somos eternos”. La misma referencia hace Perón en La comunidad organizada. ¿No está acá anunciado el programa político más fabuloso posible: la Eternidad, el paraíso en la tierra? ¿Cómo no habríamos de querer una vida que venza a la muerte, es decir, al tiempo? Suena otra vez con renovado brillo el enunciado más importante de Perón, “la organización vence al tiempo”: es como si la perfección de esta sentencia hubiese cumplido su contenido, y ella misma estuviese venciendo desde entonces al tiempo. Es como si la vida no-individual, a diferencia de la otra, pudiera no morir. La vida es creación continua, mientras que la existencia sólo estaba “dada”. La vida es una categoría de la praxis, su propósito o finalidad. No tenemos una vida, salvo que nos dediquemos a crearla.
Militamos para crear una vida no-individual. ¿Qué otro propósito podríamos tener? Una vida que vaya más allá de la existencia, no en el sentido de una trascendencia religiosa o mística, sino una vida que no se reduzca al mero hecho de tener-lugar. Y por supuesto que para que la vida sea no-individual debe ser de otro. Estas cosas no se logran solo. Lo hemos dicho: solo, yo soy una sustancia individual finita, una res cogitans o un hedonista depresivo. En cambio, la eternidad de mi vida está en el otro, porque yo es otro. De manera que el proceso de la vida no-individual tiene que cumplirse en cada no-uno y en cada no-una. Si pienso, existo, pero si milito, vivo.
Con la vida no-individual vuelve a ganar relieve la concepción de la militancia como la responsabilidad por la responsabilidad del otro, y por lo tanto como organización. Esto es: para que mi vida sea no-individual, debe serlo la del otro. Y la no-individualidad no es una propiedad o un atributo. Es la responsabilidad absoluta como desborde de la individualidad…
Para sintetizarlo: mi vida considerada como mera existencia sería individual, pero como me veo convocado por la responsabilidad absoluta se torna no-individual. La responsabilidad es el no de la no-individualidad. Sin responsabilidad mi vida sería irresponsable, o sea, inocente o culpable. Sería lo que sería. Una existencia, que meramente es. Confinada en sus límites, no conoce sino la finitud, lo atribuido, lo propio, la muerte. Pero la vida no-individual es infinita, por cuanto no podría ser confinada: en cuanto preguntamos por ella, es otra. De manera que es inatrapable o lo que es igual: libre. Sólo la organización es duración, sobrepaso de la finitud y así eternidad. La vida no-individual no es el hombre nuevo: es la vida nueva, más allá de la muerte, del tiempo, de la finitud, de la historia.
¿Qué pensar?
Hay mucho qué pensar en el nuevo siglo, siempre que admitamos que la época de la “crítica del marxismo” ha terminado. Lo que conocemos por “posestructuralismo” consistió en una larga crítica heideggeriana de los supuestos metafísicos del pensamiento de Marx. Ese proceso cumple hoy aproximadamente cincuenta años. La salida de la dialéctica materialista fue en su momento muy redituable para la filosofía. Las grandes obras de Deleuze, Derrida y Foucault son prueba de ello. Y hubo todavía tela para cortar en sus continuadores. La caída del socialismo a principios de los 90 de algún modo debió cerrar el proceso crítico, precisamente al confirmarlo. Pero desde entonces pasaron treinta años sin mayores avances en la teoría política. Seguir deconstruyendo a Marx, como lo hacían Laclau y Mouffe en 1985, comienza a resultar improcedente o poco novedoso.
La botella de la “crítica antiesencialista”, que emborrachó a dos generaciones de filósofos, ha quedado vacía. Es quizá testimonio de ello la aparición del “nuevo realismo especulativo” de Quentin Meillassoux, Graham Harman o Markus Gabriel, que expresa el hartazgo con las limitantes posmodernas y reivindica un acceso ontológico o metafísico a “las cosas en sí” –justamente, lo que estaba proscrito en la filosofía dominante. Es en todo caso generalizada la impresión de que el posestructuralismo cumplió un ciclo.
En lo que concierne a la reflexión política, la urgencia de pasar a otra cosa se torna incluso fatal. Porque, como dice Badiou, la filosofía piensa bajo condiciones, y si la condición política es mediocre, la filosofía también lo será. En otros términos: pensar sin horizonte emancipatorio plausible nos lleva a este lánguido criticismo post-todo que parasita la antigua gloria de las filosofías de la diferencia y ahora no tiene nada para decir. ¿De qué sirve repetir, como Jameson, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”? Esta constatación sólo podría ser válida como encabezado de un libro que se ocupara de imaginar el fin del capitalismo y el advenimiento de una nueva vida, más elevada y mejor. Pero los intelectuales promedio de hoy sólo repiten o prolongan la frase de Jameson sin agregarle ningún contenido extra. Y es perceptible que esta falta de novedad procede del divorcio de los intelectuales respecto de la política concreta.
De modo que tenemos dos déficits conexos: una política sin horizonte (más allá de continuar el reformismo) y una teoría sin expectativas (más allá de continuar la deconstrucción). Ni la praxis ni la teoría se sienten inspiradas una por la otra. El resultado es que tenemos una política solamente moderada y una filosofía solamente crítica.
Declaremos, por fin, que no es una tarea generacional “pensar los límites del marxismo”. Lo que sí constituye una tarea acorde al nuevo siglo es concebir una utopía concreta, teóricamente sofisticada, políticamente movilizante, que vuelva a darle miedo al capitalismo y a entusiasmar a los demás. Esta misión no podríamos remitírsela a los intelectuales críticos contemporáneos. Esta misión, en suma, concierne más bien a la militancia, porque la utopía es más militancia, y la revolución consumada sería que todos militen: que cada uno sea otro o para otro; que termine la edad de la Inocencia popular (la demanda, la representación) y comience la historia de la responsabilidad (la presentación, la organización). Esto es lo que proponemos pensar. Y para no herir susceptibilidades aclaremos que la militancia no constituye ninguna imposición. A la inversa. Es la posibilidad del siglo.